A veces la vida, en su constante devenir, no nos deja tiempo para el goce y para el placer. El apuro de vivir, las obligaciones, la familia, la profesión, el trabajo, en fin; todas son razones suficientes para anteponer el deber al placer.
Tal vez, en el fondo, quiero, a través de estas palabras, tratar de significar y valorar más al placer y, por qué no, al juego.
Sabemos que el movimiento, junto al juego y la competencia, son el trípode en que se apoya la actividad deportiva. Estas características son el sustento del deporte. Demás está decir que el deporte es un placer.
Aun la competencia más dura, la de más alto nivel, la que trae aparejada a veces ansiedad y dolor, es y será siempre, al fin, placentera.
El deporte no es sólo una actividad más, el deporte es un estilo de vida por sí mismo, es una manera filosófica distinta de encarar la vida; sólo el deportista podrá comprender esto.
En la infancia, el deporte cumple con varias funciones, una es la de socializar, enriquecer. El deporte enseña a competir pero también a compartir. Ser el mejor – no desde el facilismo sino desde el esfuerzo personal por llegar a serlo. Ya en la vida adulta, porque distrae de las obligaciones y satisface el hambre de ganar y ganarse a uno mismo.
Lo maravilloso del deporte es que puede acompañarnos durante toda la vida y que sólo depende de nuestras propias ganas, esfuerzo y ansias de superación.
Aún me sigue haciendo muy feliz la imagen de la gente de cualquier edad en una competencia deportiva. Puedo asegurarles que, si uno observa los gestos, las actitudes, las miradas y el afecto que se pone en juego, no es fácil distinguir la edad biológica de los atletas.
Hace un tiempo atrás una noticia en el diario era titulada “Una abuelita en la cumbre”. Hablaba de una californiana llamada Hulda Cooks, de 91 años, que había arribado a la cumbre del Monte Fuji, a 3776 metros de altitud sobre el nivel del mar. La hazaña había puesto en juego las magníficas condiciones físicas y psíquicas que le habían posibilitado el éxito. Pensemos entonces que, para ella, que no tenía que demostrar nada exteriormente, este era un reto interno, era una prueba para sí misma. Hulda, a los 91 años, seguía siendo una persona que se desafiaba a sí misma, confiando en sus propias fuerzas, con una actitud para la vida enviadiable para los “adolescentes” de cincuenta y pico, o más.
Creo que no hay mejor desafío, por lo menos desde lo psicológico, que la demostración hacia nosotros mismos de que podemos; el desafío que significa, aún y a pesar de todo, YO PUEDO, plasma nuestro goce y nuestro placer.
Por otro lado, el deporte, por lo que tiene de lúdico, recrea ese como sí del juego infantil y, ¿quién de nosotros se anima a decir que, en algún momento de la vida adulta, no extrañó un poco la infancia?
Creo que en el arte de ser plenamente humano e inherente a él mismo está, como actividad, el deporte. Sé, desde mi experiencia trabajando con deportistas, que las metas a alcanzar son siempre muy elevadas, lo cierto es también que no todos los atletas acceden a la alta competencia. Pero lo que el deporte les enseña y lo que del deporte aprenden, la fortaleza mental y física que la actividad les da, los acompañará toda la vida.
Licenciada Graciela Gianera
Psicóloga aplicada al deporte
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